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    Deforestación, Áreas protegidas y explotación forestal.
 


Gabriel Quadri de la Torre

La destrucción de los paisajes y ecosistemas naturales y de la biodiversidad es el problema ecológico de mayor envergadura y alcance que enfrenta el planeta. Irónicamente, la más grande riqueza biológica del mundo se encuentra en países pobres, normalmente ubicados en áreas tropicales. La asociación entre pobreza y biodiversidad, presente de manera generalizada, tiene también un fuerte vínculo con modalidades colectivas de propiedad de la tierra (por ejemplo, en México, el 80% de los ecosistemas forestales, como se sabe, se encuentran en tierras ejidales de uso común y en comunidades). Lo más inquietante, sin embargo, es que este trinomio por lo regular se identifica con la deforestación y eliminación sistemática y extensiva de bosques, selvas, y vegetación de zonas áridas. En nuestro país, este silogismo es por demás evidente y obliga, por un lado, a reflexionar sobre sus causas y sobre la coincidencia en el tiempo y en el espacio de los elementos que lo conforman: alta biodiversidad, pobreza, propiedad colectiva y deforestación.

Por otro lado, es indispensable diseñar y aplicar instrumentos eficaces que confronten el problema. Los datos son aterradores a nivel planetario, y no menos angustiosos en México. Siendo el territorio mexicano uno de los llamados países megadiversos - por su singular riqueza biológica - parecemos empeñados, desde hace al menos seis décadas, en liquidar lo más rápidamente posible su capital natural, a manos de una población rural dispersa en áreas frágiles, desmontes, presiones demográficas, ampliación de las tierras de uso agropecuario, agricultura itinerante de roza / tumba / quema e invasiones y conflictos agrarios. La información disponible habla de varios de cientos de miles de hectáreas diezmadas cada año, sin que se vislumbre en el horizonte ningún tipo de solución ni de política que pueda ofrecer alguna esperanza significativa. Lo más severo y costoso del problema se observa en Chiapas y Oaxaca, estados en donde la asociación entre biodiversidad - pobreza - propiedad colectiva y deforestación se expresa de la manera más intensa.

Debe tenerse en cuenta que sólo una pequeña fracción de los ecosistemas forestales en México pueden ser económicamente rentables, y con ello ofrecer incentivos hacia su conservación por la vía de actividades extractivas relativamente sostenibles a largo plazo. Tal es el caso de los bosques de coníferas en áreas más o menos accesibles. La inmensa mayoría de nuestras extensiones forestales corresponden a selvas bajas, selvas medianas y matorrales, u otro tipo de bosques en zonas muy accidentadas y con altos costos de extracción, cuyo valor presente neto potencial es nulo o insignificante en términos de bienes privados comercializables. No obstante su valor como bienes públicos es sin duda extraordinario, por la trascendencia de los bienes y servicios ambientales que producen y que no son apropiables de manera individual (por propietarios o campesinos). De ahí, por tanto, que la más importante herramienta para su conservación frente a las actividades agropecuarias de subsistencia, sea la declaratoria y operación de áreas naturales protegidas, especialmente parques nacionales y reservas de la biosfera.

Aunque el simple decreto de parques y reservas con frecuencia representa un avance muy significativo, incluso en el caso de los llamados “parques de papel”, la conservación eficaz de la biodiversidad en las circunstancias que prevalecen en países como México exige al menos tres ingredientes adicionales. El primero es un mecanismo de financiamiento a la infraestructura y al personal necesarios para el funcionamiento de parques y reservas, que idealmente debe ser parte de los presupuestos gubernamentales. El segundo es el pago a los dueños como compensación por evitar el desmonte de sus terrenos en actividades agropecuarias, lo cual significa sufragar costos de oportunidad y el reconocimiento económico de los bienes públicos que producen los ecosistemas forestales. Este pago podría financiarse, como en Costa Rica, a través de un pequeño impuesto a la gasolina y operarse a través de un fideicomiso o Land Trust nacional. Por cierto, Costa Rica tiene casi el 30% de su territorio protegido en forma de parques y reservas, México menos del 8%. El tercer ingrediente es asegurar la conectividad entre parques y reservas a través de corredores biológicos que permitan la movilidad y el intercambio genético entre poblaciones. Esto sólo será factible a través de un sistema nacional de regulación de uso del suelo y/o de la aplicación de instrumentos contractuales de conservación en tierras privadas (ejidales, comunales o individuales).

Por desgracia, y a diferencia de otros países, en México se carece del ánimo colectivo, de la fortaleza institucional, del liderazgo y del consenso necesarios para emprender estas tareas. Al menos, en este contexto, es preciso aumentar considerablemente los parques nacionales y reservas, aunque sean, de momento, sólo “de papel”.

En contraste con las ideas anteriores, muchos creen en una apuesta productiva como vía de conservación; dicho de otra forma: creen que la explotación forestal sustentable puede ser instrumento que conserve la biodiversidad terrestre del país. Sobre ello vale la pena hacer algunas precisiones. La madera es un bien privado que tiene precios y mercados, consumidores que pagan por ella y productores que obtienen beneficios económicos al venderla. Sea de origen nacional o importada, no existe riesgo alguno de que su oferta se colapse, sobre todo por la contribución creciente que en ella tienen las plantaciones forestales comerciales en países desarrollados y en naciones en vías de desarrollo como Chile y Brasil. Es poco lo que el Estado puede o debe intervenir, fuera de las regulaciones ambientales que procedan como en cualquier actividad económica.

En México, debido a razones que tienen que ver con la incertidumbre jurídica y altos costos de transacción en el sector rural, hay muy pocas plantaciones comerciales forestales (menos de 50 mil hectáreas, algo insignificante comparado con las extensiones existentes en otros países). Por su parte, los bosques naturales comercialmente productivos en México son una fracción relativamente pequeña del acervo de ecosistemas forestales con que aún cuenta el territorio nacional. Se trata de bosques de coníferas más o menos accesibles y ubicados en áreas no conflictivas, que no representan más del 10% de toda la superficie forestal de nuestro país. En el resto - (90%) predominan selvas bajas y medianas y distintas asociaciones vegetales - matorrales - de zonas áridas, que no son comercialmente productivas, pero que, sin embargo, acogen a nuestros mayores acervos de biodiversidad.

Si no hay plantaciones suficientes y si tampoco se explotan de manera eficiente nuestros bosques de coníferas, no es por falta de “apoyos”, sino por las dificultades que plantean las modalidades de propiedad colectiva de la tierra que prevalecen, y por disputas agrarias intercomunitarias. En pocas palabras, y dicho en buen castellano, es difícil justificar el gasto de recursos presupuestarios del gobierno para subsidiar la producción forestal, sea en bosques naturales que representan una proporción muy pequeña de nuestra riqueza forestal en riesgo, o en plantaciones comerciales. A menos, que se crea que las intermediaciones productivas y los subsidios a la producción maderera sean la forma más eficaz de conservar los ecosistemas forestales, la biodiversidad y los bienes y servicios ambientales que generan. Cosa que, desde luego, no es verdad en la mayor parte de los casos. Más aún, recordemos, hablando de una plantación forestal comercial, que ésta tiene en realidad tanto valor ambiental como una plantación de aguacates, de naranjas o de uvas, las cuales, tampoco deben subsidiarse. Por cierto, cabe aquí una pregunta curiosa: ¿porqué si un árbol se siembra para aprovechar su madera, como un pino o un eucalipto, queda bajo la tutela, la regulación y el apoyo de las autoridades forestales; pero no, si se hace para aprovechar sus frutos u otros productos, como un limón o un cocotero?

Misterios aparte, en todo caso, es claro que los recursos presupuestarios del gobierno deben dedicarse exclusivamente para producir bienes públicos, como la conservación de la biodiversidad, y no bienes privados, como la madera. Sin embargo, en México, en materia de ecosistemas forestales, sucede al revés. Veamos. Por un lado, la SEMARNAT, a través de la Comisión Nacional Forestal, gasta más de 3,000 millones de pesos anuales en subsidiar actividades forestales en plantaciones y bosques naturales para producir bienes privados (madera), y en sembrar árboles que no pueden sustituir a los ecosistemas destruidos por las actividades agropecuarias. Por otro lado, esta Secretaría gasta apenas 230 millones de pesos al año en la generación y preservación directa de bienes públicos ecológicos, lo cual se logra en esencia a través del establecimiento y operación de áreas naturales protegidas terrestres y marinas, como son las Reservas de la Biosfera y los Parques Nacionales. En pocas palabras, se destina mucho más presupuesto a lo privado que a lo público.

La Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, que está a cargo de lo verdaderamente público en esta materia, sobrevive en la precariedad, con apenas 230 millones de pesos atendiendo alrededor de 120 áreas, que tanto en el mar como en el territorio continental abarcan cerca de 16 millones de hectáreas (porcentaje muy pequeño del territorio nacional en comparación con otros países). No obstante, sus tareas son absolutamente estratégicas y vitales para preservar lo más valioso de nuestro patrimonio natural; además de ser claras, directas y verificables de manera objetiva. Estas últimas cosas no pueden decirse del gasto de 3,000 millones de pesos en apoyos forestales, que en gran medida se destinan a subsidios a la producción de bienes privados. Es indispensable deshacer tal entuerto presupuestario y transferir estos dineros de lo privado a lo público: a nuestros parques nacionales y reservas de la biosfera, existentes y por decretar. Nuestros diputados tienen la palabra.

La información disponible habla de varios de cientos de miles de hectáreas diezmadas cada año, sin que se vislumbre en el horizonte ningún tipo de solución ni de política que pueda ofrecer alguna esperanza significativa.

La Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (...) sobrevive en la precariedad, con apenas 230 millones de pesos atendiendo alrededor de 120 áreas, que (...) abarcan cerca de 16 millones de hectáreas. No obstante, sus tareas son absolutamente estratégicas y vitales para preservar lo más valioso de nuestro patrimonio natural.




 
   
 
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