Ingrese sus datos para entrar
 
USUARIO
CONTRASEÑA
Regístrese a nuestro boletín y reciba las novedades del CEJA
Nombre: Email:
 
 
Publicaciones



    Hacia la crisis: Comentarios sobre la ineficacia de la política y la legislación ambiental
 


Por: Sergio Ampudia Mello

I. Introducción.

Para los juristas, el derecho es una técnica social que tiene como finalidad provocar la conducta socialmente deseada, mediante un conjunto de normas jurídicas que implican medidas coercitivas para obtener sus propósitos, pero cuya producción también puede interpretarse como actos del poder político. Su obediencia se identifica, así, como una obligación jurídica pero igualmente como una obligación política, porque implica la aceptación del sistema. En consecuencia, la inobservancia generalizada del cumplimiento de la ley plantea varias cuestiones de índole política y jurídica ya que ponen en tensión el orden establecido:

a) El arreglo que la sociedad acepta como legítimo y que le rige en lugar de las normas jurídicas inobservadas;

b) La gobernabilidad, en tanto que no funciona un mecanismo de convivencia social; y,

c) La legitimación del desacato, lo que confronta el papel asignado a la autoridad encargada de aplicar la ley.

Por eso, es preocupante que la legislación ambiental no haya podido constituirse en el instrumento privilegiado para resolver el problema del aprovechamiento excesivo de nuestros recursos naturales ni el de la contaminación, a pesar de que ello cuesta anualmente al país más del 12% del PIB y de que el gasto público previsto para corregirla, resulta claramente insuficiente. Parecería necesario revisar críticamente si siguen siendo válidos los postulados formales que teóricamente han orientado la formulación de nuestras leyes ambientales, en cuyo caso bastaría con profundizar en el alcance del modelo regulatorio que las ha sustentado y, de no ser así, analizar la conveniencia de repensar seriamente si el modelo de desarrollo económico vigente, y la política jurídica que le ha correspondido, son aún funcionales a la conservación y preservación de esos recursos. En cualquier caso, la realidad servirá como un referente indispensable sobre la política que convenga privilegiar.

En ese sentido, este artículo se ha propuesto teorizar sobre las condiciones que han hecho inoperantes a las políticas públicas sin cuya ejecución será imposible detener las inercias que caracterizan la tendencia creciente al deterioro del patrimonio natural del país. Al respecto, podríamos apuntar que la clave para este análisis se encuentra en comprender que las normas ambientales se apartaron paulatinamente de un modelo económico que les hubiera dado racionalidad y, consecuentemente, eficacia, en virtud de que encontraron sentido institucional en los objetos a corto plazo de la política económica, pero perdieron la capacidad de ajustarse a la realidad.

El agotamiento del modelo de economía de bienestar, aunado a la mundialización irreversible de la economía de mercado, a la internacionalización del capital productivo, y, a la reevaluación del carácter no renovable de algunos recursos naturales, nos deben llevar a proponer una nueva forma de asignación de recursos crecientemente escasos, respetando la fórmula que nuestra Constitución ha establecido: la conservación y la distribución equitativa de la riqueza pública. Una primera aproximación teórica sobre el contenido del nuevo modelo se acerca a revisar cómo las normas fueron incapaces de influir en la realidad y cómo en la formulación de éstas no se percibió objetivamente la realidad como para que incidiera en su contenido, por lo que juridificación y realidad se disociaron estructuralmente. La razón es sencilla: no solamente no bastaba con imponer una serie de prohibiciones o de limitaciones a la conducta de los agentes económicos como para conseguir la internalización efectiva de los costos ambientales sino que omitió proveer la obligación social de premiar el cuidado del medio ambiente, en una óptima dialéctica en la que se hubiera atendido tanto la construcción sancionatoria como el régimen apropiado de estímulos que fueran ajustando la conducta económica a las posibilidades reales de la conservación.

Así, aunque el artículo parte de la revisión de la expresión más obvia de la ineficacia de la política ambiental, bordará sobre otro concepto que me parece necesario señalar desde ahora: la construcción regulatoria de los esquemas de conservación y de aprovechamiento de los recursos naturales del país, refleja el desempeño de una actividad legislativa que no ha atinado a desplegar los medios eficaces o las medidas instrumentales que permitan su disfrute para las siguientes generaciones. Con esta afirmación categórica no se propone que la ley modifique ni los valores que la legitiman socialmente ni que se adopte radicalmente el régimen que sustituya a la planificación centralizada, sino en todo caso, un esquema jurídico que considere:

a) El agotamiento de la economía de bienestar y de su modelo jurídico de administración, financiamiento y control de los recursos naturales.

b) La necesidad de distender los controles públicos para permitir la valorización de los bienes ambientales a modo de reconocerles atributos económicamente relevantes.

c) El diseño de un esquema de regulación económica que corrija las fallas que pueda provocar el uso de instrumentos de mercado como criterio de asignación de recursos escasos.

d) El aumento de la oferta de bienes ambientales, mediante la asignación de derechos claramente protegidos.

Es pues, nuestro propósito, sostener que la política jurídica más adecuada a la problemática ambiental no puede pretender negar el mercado sino utilizarlo como instrumento de conservación, siempre y cuando la misma ley imponga la regulación que evite el acaparamiento. En efecto, como veremos, la construcción de un mercado competitivo como mecanismo de provisión de bienes públicos, enfrenta la necesidad de diseñar un modelo de regulación concebido para impedir los efectos indeseables de juridificar lisa y llanamente la circulación mercantil de los valores y bienes ambientales, así como evitar la adopción de prácticas monopólicas.

II. El centralismo como política jurídica.

La regulación ambiental en nuestro país tiene antecedentes relativamente recientes. De 1972 a la fecha, en efecto, el pensamiento jurídico se desarrolló no solamente en imponer medidas restrictivas en cuanto al aprovechamiento de los recursos naturales sino en particular una política de prevención de la contaminación en el contexto de un estado providente. La regulación ambiental, se orientó básica y preferentemente, al campo de los instrumentos de control que se traducen en limitaciones y modalidades a los derechos de propiedad y que, por su naturaleza, se realizan como actos de autoridad, subrayando con ello, la tendencia que dominó el panorama de la administración de los elementos naturales y de los bienes públicos: La centralización como el esquema racional de en la asignación de los recursos. Desde luego, esa conceptualización legislativa requería de un sustento teórico que explicara ese modelo y lo encontró en la idea de la renovabilidad del capital natural, por lo que no consideró plantearse asumir los costos políticos que se hubieran asociado a un esquema efectivo de protección ambiental, ya que, finalmente, sus pretensiones privilegiadas no eran sino las de garantizar la lealtad de los actores políticos que actuaban como agentes económicos. Sin embargo, el modelo centralista pronto demostró que no era el esquema más adecuado, dado que quedaban excluidos las instancias de gestión cuya participación se observaba ya como necesaria: Los estados y los municipios, carecían de la posibilidad de formular definiciones que correspondieran a su realidad local.

En ese contexto, mediante reformas a la Constitución Política Federal, se ofreció el esquema vigente de concurrencia de la federación, los estados y los municipios, como el modelo legislativo que mejor se adecuaba a las pretensiones de tutela y preservación de los recursos naturales, facultando al Congreso de la Unión a expedir las leyes que procuraran mejor el régimen coordinado de competencias, para establecer la estructura regulatoria que garantizara la eficiencia ambiental.

Empero, la concepción de federalismo, que ha privado en nuestro sistema político, provocó que la traducción que ha hecho el órgano legislativo federal en la determinación de las competencias de las diferentes instancias de gobierno, mantenga un enfoque centralizador que ha asfixiada la gestión ambiental al limitar a los congresos locales en el despliegue regulatorio que respondiera más adecuadamente a las necesidades de conservación y de aprovechamiento, conforme a las realidades local ó regional. Ello, ha generado tensión entre la federación y los estados, en virtud que el origen de esa deficiencia obedece a una perspectiva conceptual que ha impedido un esquema de colaboración, por lo que la revisión crítica de las facultades regulatorias de las entidades federativas en cuanto a la materia ambiental se refiere resulta estratégica en un escenario de reelaboración del carácter finito de los recursos naturales. Sin embargo, de una correcta interpretación de los artículos 27, párrafo tercero; 73 fracción XXIX- g; 115; 124 y 133 de la Constitución Federal, se infiere que los estados solo están obligados a respetar los márgenes normativos establecidos por las leyes federales pero que gozan de autonomía, aunque sea condicionada, para desarrollar los mínimos previstos en la legislación expedida por el Congreso de la Unión, ya que de otra manera, carecería de sentido el arreglo federalista.

Sin embargo, el traslado teórico que se ha venido adoptando en cuanto al concepto “Nación” a que se refiere el párrafo tercero del artículo 27 de la Constitución Federal, ha generado la conveniencia de replantear su equivalencia con el de “Federación” , en la medida que ésta sólo resulta representante de lo “nacional”, pero no son sinónimos. En todo caso, su acepción sociológica nos obliga a identificarlo como un atributo de pertenencia a una colectividad políticamente organizada, de donde resulta que la interpretación de la fórmula constitucional ha evolucionado al punto donde ya es indispensable repensar la relación de la Federación con los estados, a efecto de abandonar el enfoque tradicional, centralizador, por uno más ajustado a la realidad política. Se trata, en suma, de relajar los mecanismos de control para desplegar los que garanticen mejor la eficacia y la asignación más eficiente de recursos escasos.

En esencia, aquí radica la inconsistencia de esta política jurídica, porque la operación de este diseño descansa en el despliegue regulatorio que de abajo hacia arriba, deben proveer los municipios y los congresos estatales, sin que los espacios puedan cubrirse subsidiariamente por la federación por quedar excluidos mutuamente los factores regulatorios, según la fórmula centralista adoptada. Por ello, es frecuente que la gestión ambiental se adelgace o definitivamente se pierda, en alguna parte del complicado esquema de distribución de competencias que caracteriza a este sistema de actuación.

En cuanto a la fórmula constitucional, todavía podría agregarse que las leyes sectoriales que regulan los aprovechamientos de los recursos naturales siguen una orientación que aunque así se lo propuso, no ha sido consecuente con la preservación y conservación, en la medida de que la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente quiso constituirse en una ley-marco que estableciera las orientaciones regulatorias que funcionalizaran la lógica del aprovechamiento a la noción superior de la conservación, lo que no ha podido -ni podrá- conseguir por tratarse de instrumentos de igual fuerza derogatoria, es decir sometidos a los principios de que ley posterior deroga a la anterior y de que las disposiciones especiales privan sobre las generales, por lo que si un ordenamiento no admite incorporar explícitamente las reglas de derecho que tengan como propósito desplegar los instrumentos y mecanismos que hacen posible la ejecución de la política ambiental, éstos resultan solamente supletorias en cuanto no contradigan a aquéllos, lo que prácticamente significa que las diversas leyes sectoriales pueden perseguir su propia lógica sin que la variable ambiental pueda someterlas aunque pudieran resultar contradictorias.

III. El control como política jurídica.

Desde el punto de vista de la actividad legislativa, la ratio legis del estado providente se concentró en articular los mecanismos de comando y control cuya eficacia queda demostrada por la lealtad clientelar que la planificación centralizada pueda procurar a la burocracia política la cual, basada en los conocimientos de la burocracia técnica, dispone de los mecanismos de administración conforme a los cuales puede proponer discrecionalmente los criterios de aprovechamiento de los recursos naturales. Por ello, la conformación del modelo jurídico se limita a desplegar los instrumentos que tradicionalmente se traducen en actos de autoridad; las medidas de inspección y vigilancia; y, el régimen sancionatorio correspondiente. De ahí que su ineficacia deviene de que a pesar de que son, como cualquier ley, actos jurídicos en los que la voluntad pretende producir consecuencias de derecho, en realidad su carácter instrumental no se somete a la racionalidad jurídica sino a la racionalidad política, lo que por otra parte ha sido aceptado como legítimo por parte de los agentes económicos.

Por supuesto, las leyes que obedecen a ese modelo jurídico se someten a una visión particular de la economía política, así como a un régimen financiero que puede soportar a un pesado aparato burocrático y que puede subsidiar permanentemente la irracionalidad del aprovechamiento del patrimonio natural y en el que el poder público debe intervenir corrigiendo y subsanando los costos ambientales que no son asumidos por los agentes económicos.

Este marco conceptual, evidentemente, tiende a sostenerse por la fuerza ideológica que encuentra legitimidad en atribuirle el Estado la vocación irrenunciable de garantizar el acceso irrestricto al goce de los bienes públicos.

IV. La regulación de bienes públicos. Tendencias de la legislación ambiental.

Hasta este momento, dos preguntas han orientado nuestro análisis: ¿Cuáles son las causas por las que no se aplica efectivamente la legislación ambiental? y, ¿Cuáles son, en consecuencia el modelo económico y la política jurídica que le pueden dar eficacia a la legislación ambiental?.

Respecto de la primera, el diseño regulatorio todavía vigente ha privilegiado una tendencia que aún estando agotada no ha sido sustituida totalmente por un planteamiento conceptual que resuelva adecuadamente la ubicación del centro teórico que le de sentido al problema de la regulación de los bienes públicos, toda vez que no ha resuelto en definitiva la discusión ideológica que no termina de convencer a quienes proponen la conveniencia de repensar el ámbito que corresponde a lo público y el correlativo redimensionamiento del margen de lo privado. En esencia, la cuestión sigue descansando en resolver quién puede y debe pagar por el disfrute a un medio ambiente adecuado, ya que el modelo político de estado providente alentó la idea que el disfrute gratuito de esos bienes, debía ser garantizado por éste.

Por lo que se refiere a la segunda pregunta, me parece que es posible apuntar que el modelo legislativo del estado providente ha quedado agotado, aunque las secuelas ideológicas que le dieron sustento todavía se expresan en una discusión que debería limitarse a revisar si la planificación centralizada es una forma eficiente de procurar todavía la conservación de los recursos naturales o bien si el uso de los instrumentos económicos permitirá que, el relajar los controles públicos que permitan revalorizar los bienes ambientales que tengan un valor de cambio, es decir de mercado, a fin de evitar que lo contrario sugiera que no posee un valor económico relevante, sobre todo con el propósito de subrayar su duración finita. Si bien, en lo político parecen existir objeciones, me resulta claro que en la racionalidad jurídica podemos encontrar la justificación teórica que permita el desarrollo de las normas de regulación económica que impongan los límites razonables al mercado como instrumento de provisión de bienes públicos, como es la sustentabilidad del medio ambiente. Esto es, una vez acotada la discusión a los términos que ofrezca la valoración más objetiva de las ventajas y desventajas de ambos enfoques, conviene pensar las nuevas categorías jurídicas que orienten la producción legislativa hacia la fórmula que mejor garantice la eficacia jurídica como una pretensión regulatoria para un país que, paradójicamente, es abundante en recursos naturales pero carece de instrumentos eficaces que ofrecer al capital productivo que esté dispuesto a someterse a las modalidades de conservación que se le imponga.

Ahora bien, la legislación sectorial recientemente discutida y publicada (Ley para la Gestión y Manejo Integral de Residuos y Reformas a la Ley de Aguas Nacionales) confirma la tendencia que se ha descrito. Basta con revisar la lógica regulatoria implícita en ambos ordenamientos para deducir que la valorización es el eje dinámico de éstos. Si bien en lo relativo a residuos la política regulatoria parece ir orientada a minimizar la generación de éstos, parece más claro que el reuso y el reciclaje sin los instrumentos que adoptó para reincorporar a la circulación mercantil a aquellos que son susceptibles de valorización como insumos de otros procesos de transformación lo que inevitablemente hará reflexionar a los generadores sobre la posibilidad de comercializarlos o darlos en comercialización para obtener ellos el remanente que de manera natural se pudiese generar al ofrecerlos a quien está dispuesto a reutilizarlos.

En el caso del agua, esta observación merece un análisis más puntual en virtud de que por su régimen de propiedad se encuentra sustraída de la circulación mercantil, por lo que el acceso, la trasmisión de derechos y el régimen financiero obedece a la lógica de mantener el esquema de asignación centralizada del recurso utilizando el circuito financiero generado por el cobro de derechos, tasas y cuotas de autosuficiencia, como una especie de precio implícito. Esto es, aunque será objeto de un estudio más profundo en el siguiente artículo, la nueva legislación de aguas nacionales nos hace pensar que mantiene una clara tendencia a utilizar instrumentos de mercado para procurar su uso mas eficiente pero que en dichas reformas no logró resolver el problema de desregular los procesos para facilitar transacciones entre los demandante y oferentes del agua, ni terminó de construir el esquema regulatorio que hiciera eficiente la asignación de derechos generados por la prelación de derechos de uso dentro de una misma cuenca, por lo que muy probablemente el mercado informal seguirá operando en cuanto al acceso de este recurso se refiere.

V. Conclusión:

La escasez del agua nos obliga a voltear la vista sobre un modelo jurídico que permita discutir con absoluta objetividad cual es, pues, el modelo económico que permita internalizar adecuadamente la variable ambiental como un instrumento que limite el aprovechamiento inadecuado de los recursos hídricos.




 
   
 
Montecito Núm. 38 Piso 35, Oficina 15, Col. Nápoles, Benito Juárez, 03810, Ciudad de México.
T: (01-55) 33-30-12-25 al 27 F: (01-55) 33-30-12-28 CE: [email protected]
 
TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS © CENTRO DE ESTUDIOS JURÍDICOS Y AMBIENTALES A.C.