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    Derechos Humanos y Régimen Jurídico Ambiental
 


Dr. Sergio García Ramírez

Tenemos a la mano un producto del talento y la voluntad de abogados que cultivan el Derecho ambiental. La Revista de este nombre llega a tiempo para coincidir con otros esfuerzos en el mismo campo. Ojalá provoque nuevas reflexiones y nutra las acciones que se hallan en marcha. Hay que felicitar a los fundadores y animadores de la Revista —particularmente al Director General, licenciado Salvador Muñuzuri Hernández—, a sus colaboradores y favorecedores por haber dado este paso adelante, que no será fácil —no lo son ni la lucha por el derecho ni las tareas editoriales—, en una dirección necesaria. Así se anunció desde el primer número, que ofreció registrar el debate siempre activo —y participar en él, por supuesto— entre el Derecho, que tiene sus reglas, y la ecología, que plantea sus exigencias. No existe forma —forma racional, se entiende— de suprimir aquellas y desatender éstas.

En las últimas décadas, los mexicanos hemos construido derechos, libertades e instituciones. A esto se aplicaron el talento y el esmero, la decisión y la integridad de varias generaciones. En ese tributo al progreso figuran los abogados. Entre las aportaciones de los juristas cuenta el desarrollo de nuevas dimensiones de nuestra disciplina, que sirven a las necesidades y las esperanzas de la nación. Ahí está el Derecho ambiental, o quizás mejor, la dimensión ambiental del Derecho: una dimensión expansiva, requirente, que ha llegado a todo el sistema jurídico. Alojada en la Constitución, puebla también otros ordenamientos. Y desde ese punto permea —o lo pretende, porque aún enfrenta resistencias, menudas o gigantescas— todo el quehacer de la sociedad moderna y de quienes cifran sus esfuerzos en el aprovechamiento racional de los recursos que tenemos y la preservación de los que otros hombres debieran tener.

No se abarca fácilmente el orden jurídico ambiental: su riqueza, y al mismo tiempo su complejidad, radican en la condición interdisciplinaria que tiene y en el carácter transversal de la normativa y las actividades ambientales —como lo destaca la Revista “Derecho Ambiental y Ecología”—, que se proyecta en esa política ambiental como acción plural e integrada a la que alude un artículo de Gabriel Vásquez Sánchez, y en esas acciones a partir de la SEMARNAT, que se describen en una entrevista con el ingeniero Raúl Tornel.

Hace algún tiempo, no mucho, este tema se hallaba fuera de nuestro interés. El advenimiento reciente y el desarrollo paulatino, a partir de 1971, son tema de la entrevista con la doctora María del Carmen Carmona, mi colega en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Con mentalidad de herederos, no de testadores, entendimos que la naturaleza era un don tan irrevocable como inagotable, que podíamos utilizar como los antiguos romanos emplearon la propiedad: desde el uso hasta el abuso, sin mesura ni temor. Olvidamos que el Digesto romano entendió, previsor, que contraviene las buenas costumbres —las bones mores— quien ensucia las aguas y contamina la tierra en perjuicio público. Y dejamos que el viento disipara la precaución contenida en la Nueva Recopilación, hace medio milenio, que ordenó a nuestros antepasados no destruir los montes. Ignorantes o desmemoriados, y en todo caso negligentes, nos entregamos a la devastación. Y aquí estamos, cosechando lo que sembramos y haciendo un acto de contrición, que ojalá no resulte tardío. Sin embargo, el tiempo ha corrido y las cosas, en este curso, comenzaron a cambiar. Primero, los conceptos; luego, los comportamientos.

La conciencia ambiental de la humanidad despertó en la víspera del agotamiento de nuestros recursos. Despertó exactamente como la conciencia de la paz, animada al cabo de dos guerras catastróficas. Por lo visto, necesitamos sacudidas de esta naturaleza, que nos hagan entender y emprender. En esta nueva crónica de los esfuerzos colectivos, precisamente en aras de la colectividad, se han sucedido varios tiempos, que se entrelazan y complementan, al cabo de su propia dialéctica, y que en esta labor histórica han formalizado dos capítulos, o mejor todavía, dos facetas, mutuamente complementarias, del orden jurídico ambiental: la colectiva, que aborda el tema desde la perspectiva de la comunidad —de la nación, de la humanidad—, y la individual —que la examina desde el ángulo del individuo, el ser humano: sus exigencias y su destino. En este ejercicio, la doctrina ha destacado ciertas referencias fundamentales, factores de creación, interpretación, revisión de los ordenamientos ambientales: soberanía, cooperación, interés compartido y herencia de la humanidad.

Uno de aquellos capítulos o facetas, en el que también ha figurado México con grande y meritoria dedicación, tuvo como divisa la preservación de los recursos naturales concebidos como recursos nacionales. Hace medio siglo, la Resolución 626 (VII) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, del 21 de diciembre de 1952, destacó el derecho soberano sobre las riquezas naturales, un derecho que hallaría acomodo, veinte años después, en un texto patrocinado por México —y que lamentablemente nos hemos esforzado en olvidar, mejor que en recordar—, la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, adoptada por la Resolución 3281 (XXIX) del 12 de diciembre de 1974, cuyo artículo 2º , párrafo I, previene: “Todo Estado tiene y ejerce libremente soberanía plena y permanente, incluso posesión, uso y disposición sobre toda su riqueza, recursos naturales y actividades económicas”.

A ese capítulo, que se podría llamar de reivindicaciones, seguiría —no para relevarlo: sólo para complementarlo, enriquecerlo— otro de solidaridades. Me parece que en este sentido habría que citar algunas afirmaciones de la famosa Declaración de Estocolmo, adoptada por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, de 1972. En ella se dice que “los recursos naturales de la Tierra, incluidos el aire, el agua, la tierra, la flora y la fauna y especialmente muestras representativas de los ecosistemas naturales, deben preservarse en beneficio de las generaciones presentes y futuras mediante una cuidadosa planificación u ordenación, según convenga”. Y se subraya que “de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas y con los principios del Derecho internacional, los Estados tienen el derecho soberano a explotar sus propios recursos en aplicación de su propia política ambiental, y la obligación de asegurarse que las actividades que se lleven a cabo dentro de su jurisdicción o bajo su control, no perjudiquen el medio de otros Estados o de zonas situadas fuera de toda jurisdicción nacional”. En la misma línea se halla el principio 2 de la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, de 1992.

También aludí a una vertiente individual. Mis colegas suelen valerse de una conocida figura para exponer la historia de los derechos fundamentales. Hablan de sucesivas generaciones creadoras, cada una con su propia aportación a esta cultura común y a esa liberación individual y colectiva. Una primera generación obtuvo los derechos políticos y civiles: sobre todo, vida, libertad, seguridad, que no fue poco. Otra —cuya carta de advenimiento se halla en la Constitución de la República Mexicana, entonces revolucionaria y social— sembró la semilla de los derechos económicos, sociales y culturales. Y otra generación —la de hoy— reclamó un tercer conjunto de derechos fundamentales, que algunos llaman derechos de solidaridad, y que son, en rigor, el medio propicio a la realización y la prosperidad de todos los restantes: su propio ambiente natural.

Vuelvo a la Declaración de Estocolmo, cuyo primer principio pone las cosas como hay que ponerlas desde el inicio: “El hombre —dice con énfasis— tiene el derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar, y tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras”. He aquí una carga doble de prerrogativas y compromisos: si derecho fundamental, por una parte, también deber imperioso, por la otra. Derecho a disponer del medio que envuelva, proteja, asegure la libertad y, en seguida, todos los derechos que las declaraciones y los estatutos proclaman; pero también obligación de proteger y mejorar ese patrimonio para que otros, después, lo reciban engrandecido.

En 1966, las Naciones Unidas culminaron la aspiración de trasladar los postulados de la Declaración Universal de 1948 a unos tratados —inequívocamente vinculantes— que contribuyeran a establecer la nueva Carta Magna del ser humano. A los dos Pactos de derechos —civiles y políticos, uno, y económicos, sociales y culturales, otro— se ha querido añadir un tercer pacto internacional en el que consten los derechos de la solidaridad; entre ellos, derecho a la paz, derecho al desarrollo, derecho a un ambiente sano y derecho a un patrimonio común de la humanidad.

La Resolución 41/128 de la Asamblea General de Naciones Unidas, del 4 de diciembre de 1986, aludió a un derecho humano al desarrollo —en una de las acepciones que se puede atribuir a este concepto— y sostuvo, conjugando lo individual y lo social, que aquél “implica también la plena realización del derecho de los pueblos a la libre determinación (e) incluye, con sujeción a las disposiciones pertinentes de ambos Pactos Internacionales de Derechos Humanos, el ejercicio de su derecho inalienable a la plena soberanía sobre todas sus riquezas y recursos naturales”.

La Declaración de Río postuló que “los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza”. Y la Declaración de Viena, emitida por la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, de 1993, en la que se hizo la primera gran recapitulación sobre el estado que guarda esta materia y el destino que pudiera tener en el cruce entre dos siglos, confirmó el derecho al desarrollo. Este, indicó el párrafo 6 bis, “debe realizarse de manera que satisfaga equitativamente las necesidades en materia de desarrollo y medio ambiente de las generaciones actuales y futuras”. Empero, la Declaración sobre Desarrollo Sostenible, de Johannesburgo, del 2002, fue mucho más cautelosa, e incluso reticente, en el acento sobre la relación entre protección del ambiente y derechos humanos.

El Consejo de Europa, que ha logrado colocar más de cuarenta países en el marco de una Convención sobre Derechos Fundamentales que alcanza a ochocientos millones de seres humanos, también ha pugnado por el reconocimiento del derecho del individuo al medio ambiente. En 1990 se propuso una Carta y una Convención Europeas sobre protección ambiental y desarrollo sostenible, cuyo artículo 1º podría señalar: “Todas las personas tienen el derecho fundamental al medio ambiente y a vivir en condiciones propicias para su buena salud, bienestar y pleno desarrollo de la personalidad humana”.

Pero también en América hay entendimiento sobre el carácter primordial del derecho humano a un medio ambiente sano, que es el epígrafe del artículo 11 del Protocolo de San Salvador, de 1988, ratificado por México. “Toda persona —dice este instrumento— tiene derecho a vivir en un medio ambiente sano”. Además, “los Estados partes promoverán la protección, preservación y mejoramiento del medio ambiente”.

No sobra reiterar que según el carácter progresivo que se asigna a los derechos de este carácter —conforme a la Convención de 1969 y al Protocolo de San Salvador— los Estados partes —entre ellos, repito, México— se hallan obligados a adoptar las medidas necesarias, hasta el máximo de los recursos disponibles, para alcanzar la plena efectividad de este derecho, como de los otros que el Protocolo reconoce (artículo 1º). En tal virtud, hay aquí un franco reconocimiento del derecho humano al medio ambiente sano y del deber estatal de actuar en esta dirección: un deber de acciones directas, pero también de iniciativas y protecciones que generen las indispensables acciones y abstenciones de terceros.

En el proceso de actualización de la Constitución mexicana, que lejos de ser un texto envejecido es un instrumento constantemente renovado, que mantiene lozanía al cabo de casi un siglo, el tema ambiental ha encontrado recepción favorable. Hay, pues, un Derecho constitucional ambiental, que distribuye deberes entre los planos del Estado mexicano, y por este conducto genera derechos y anima esperanzas de los ciudadanos. El tema ambiental ha encontrado acomodo en las Constituciones de nuestro tiempo: más de un centenar recogen esta materia, generalmente a través de la precisión de deberes públicos y derechos individuales y sociales.

El bien jurídico que la ley fundamental aloja, se explaya luego en protecciones de distinto carácter en el campo de las relaciones jurídicas específicos: Derecho administrativo ambiental, Derecho penal ambiental, Derecho agrario ambiental, Derecho civil ambiental, Derecho internacional ambiental, punto de confluencia, pero también de conflicto, de las corrientes que produce el interés nacional, no siempre bien avenidas con el interés universal. La existencia, cada vez más notable, vigorosa e influyente de este Derecho internacional, fortalece la afirmación que hace el doctor Ricardo Sánchez Sosa, Director de la Oficina Regional para América Latina y el Caribe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA): hay que actuar dentro con el pensamiento puesto en el mundo entero; o bien, en sus propias palabras, “pensar global y actuar local”.

La doctrina del Derecho ambiental ha señalado ciertos principios de esta disciplina, que son el producto de su historia, la referencia de su interpretación y el guión de su desarrollo: soberanía, solidaridad, prevención, responsabilidad, constituyen, entre otros, algunos de los conceptos, las ideas-fuerza, los factores éticos y jurídicos, que confieren sentido y destino a esos principios. En la Revista “Medio Ambiente y Ecología” se examina algunos de estos conceptos, como lo hace, por ejemplo, César Nava Escudero con respecto a la precaución y a la prevención

Por supuesto, nadie es titular exclusivo y excluyente del derecho al ambiente sano. Lo somos todos. De ahí su carácter de derecho colectivo o interés difuso. Y de ahí algunos de los problemas que presentan su desenvolvimiento y concreción. El tema de la protección, que entraña el de la exigibilidad y en seguida el de la judiciabilidad, constituye una de las cuestiones arduas de esta materia. Cuestión que debe ser atendida para evitar que la carencia de medios para reclamar ese interés y actuar ese derecho convierta uno y otro en ilusión dependiente de la buena voluntad, mejor que de la justicia. La jurisdicción interna ha desenvuelto, en diversos países, la tutela del medio, que tampoco debe ser ajena a los cuidados de la institución del ombudsman, sea el de alcance general, sea el de competencia ambiental específica, como lo ha propuesto en las páginas de “Derecho ambiental y ecología” el recordado profesor Raúl Brañes, y lo ha promovido el senador Oscar Cantón Zetina.

En este camino avanzó notablemente la Convención sobre acceso a la información pública y acceso a la justicia en materia ambiental, suscrita en 1998. He ahí algunos derechos procesales necesarios para la vigencia auténtica de los derechos sustantivos. Estos no pasarían de ser declaraciones plausibles si los particulares no dispusieran de los medios para trasladarlos del papel a la realidad. En la Revista “Derecho ambiental y ecología” figuran importantes presentaciones sobre esos temas, entre ellos la deliberación acerca de la tutela de derechos a partir del interés jurídico o el interés legítimo, punto que analizan, entre otros juristas, Lucio Cabrera, Eduardo Ferrer McGregor y María Elena Mesta, autora de sugerentes comentarios a la jurisprudencia federal.

Al lado de las instancias nacionales de protección ha habido algunas apariciones internacionales. Entre ellas conviene recordar los importantes procesos ante la Corte Internacional de Justicia planteados a propósito de las pruebas nucleares, atmosféricas o subterráneas, entre Nueva Zelanda y Francia, en 1973 y 1995. No sólo los individuos pueden concurrir al foro de la jurisdicción, reclamando sus derechos humanos, sino también los Estados, rescatando los intereses colectivos que representan. Lo que ha sido insólito, pudiera convertirse en frecuente cuando la conciencia ambientalista se ponga en pie y transite todos los caminos que deba recorrer. El mismo tribunal de la Haya, en su opinión consultiva sobre armas nucleares, de 1996, y en la sentencia del caso Gabçikovo-Nagymaros, de 1997, sometido por Hungría y Eslovaquia, apreció el deber jurídico internacional de no dañar el ambiente.

La materia ha llegado, desde luego, a las jurisdicciones de derechos humanos. En su medio siglo de labor, la Corte Europea se ha pronunciado varias veces sobre este asunto, sorteando los problemas que representa la aparente impertinencia de atribuir al Estado violaciones a derechos humanos, y por lo tanto, responsabilidades internacionales, cuando la fuente del daño se halla en personas o empresas particulares. Pero aquí opera la doctrina de la responsabilidad del Estado por acción o por omisión de sus órganos o agentes. En la jurisprudencia más reciente del Tribunal de Estrasburgo figuran resoluciones innovadoras que encuentran el vínculo entre vida privada y daño al ambiente, como las pronunciadas en López-Ostra v. España, en 1994, acerca de la contaminación ambiental y el daño a la salud causados por las emanaciones de una planta industrial; y en Hatton y otros v. Reino Unido, de 2001 y 2003 —primera y segunda instancias— a propósito de la contaminación por ruido en torno al aeropuerto de Heathrow.

El tema, desarrollado en esas jurisdicciones, comienza a llegar al sistema interamericano de protección de los derechos humanos, tanto a través de la Comisión como de la Corte Interamericanas. En este tribunal hizo una primera aparición en la sentencia del caso Mayagna (Sumo) Awas Tingni v. Nicaragua, de 2001, en el que se hace referencia a la relación especial que existe —más allá de la propiedad inmobiliaria— entre las comunidades indígenas y las tierras en las que han hallado su asiento tradicional o ancestral, relación que incluye elementos espirituales y culturales que generan una realidad distinta de la que pudiera encontrarse en otros lugares, donde sólo tiene relevancia el derecho de propiedad. Este punto, asociado a la preservación de la cultura original de nuestros pueblos, ha vuelto a la jurisdicción interamericana en un caso de estos días: Masacre Plan de Sánchez.

Desde luego, las consideraciones ambientales pueden analizarse desde la perspectiva de otros derechos, frecuentemente invocados ante la Corte: derecho a la vida y derecho a la integridad, por ejemplo, sobre todo si se toma en cuenta la evolución que ha tenido aquel concepto en la reciente jurisprudencia contenciosa, que ya no sólo contempla bajo el artículo 4 de la Convención Americana el derecho a la vida, escuetamente, sino el derecho a cierta calidad de vida.

No debo ir más lejos en este comentario suscitado por una revista que plantea a la sociedad mexicana, desde la perspectiva jurídica, la atención hacia el ambiente, es decir, hacia la circunstancia en la que se desenvuelve nuestra existencia. Decía Ortega, como es bien sabido, que somos nosotros y nuestra circunstancia. En este binomio reside nuestra entidad y se desenvuelve nuestra existencia. El medio en el que se vive, la circunstancia, es mucho más que un dato externo: es parte de nosotros mismos, en cuanto concurre a la diaria construcción de la persona que somos y de la sociedad que constituimos. No habría cómo prescindir de la circunstancia sin prescindir de nosotros mismos.

Hace años, don Alfonso Reyes presentó el paisaje de la desolación: el espanto social, le llamaba, que se instala cuando la tierra seca, desprovista de virtudes vitales, constituye nuestro único asiento. Hay que recordarlo, para evitar la catástrofe que acecha. Aquí deben decir su palabra el Derecho y quienes lo aplican, pero también -y sobre todo— el pueblo mismo, si posee una verdadera cultura de preservación del medio, que es, en el fondo, una cultura de protección de los derechos humanos: derecho a la vida y a la trascendencia.




 
   
 
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